El Martín me rebota entre tres el lateral que le acabo de servir, me la deja pochita a tiro de gol. Una jugada totalmente aislada del momento que vive, está frustrado, nublado, regó la cancha con su sudor. Pero ahora fue inteligente y sin pensarla vio a un compañero mejor ubicado, pase, hágalo. Vamos perdiendo por dos y si la meto podríamos darle un giro a esta novela. Me perfilo sabiendo que tiene que ir sí o sí adentro, un paso corto y uno largo, la engancho perfecto, entre empeine y borde interno, con fuerza ascendente que lleva destino de gol. De golazo en realidad. Cuando ya se estaba abrazando con la red en el ángulo superior derecho, aparece un cuerpo del rival y la manda afuera, al corner. Saco y en el apuro perdemos la opción, contra y lápida. Ya no quedan piernas ni mente para seguir soportando más embates.
Suena el pitazo y me tiro al suelo, me siento, me saco la polera que me pesa 20 kilos en puro sudor y veo como pequeñas gotas caen entre mis piernas. Perdimos la opción de quedar punteros y asegurar playoffs. Me siento más culpable que nunca, la semana pasada dimos un baile y hoy fui un fantasma. El fútbol a veces despierta de malas contigo, a medida que pasa el partido te suma frustraciones, quejas, rabias y te impide algo tan merecido como un gol. Machacamos y machacamos, se nos lesionaron 2 y uno jugó con pierna y media. Pero nunca claudicamos. Se necesitaba alguien que tirara del carro y el Martín corría toda la cancha ida y vuelta, desordenado, impetuoso, prepotente, con la sangre corriendole a full por las venas, del sur a la capital hay un solo camino y se abre paso por el, a la mierda si alguien se enoja: yo pongo la pierna fuerte y a llorar a la Iglesia. Nadie más corre a esa altura pero sigue ahí mordiendo, molestando, incordiando aunque sea, a quienes ya se ven con su primera victoria del torneo.
Yo a esa altura ya estoy destrozado, fatigado y golpeado. Me arden los tobillos y las rodillas, tengo la nariz hirviendo, el tabique quebrado que luzco orgulloso me dificulta respirar y me estoy ahogando por dentro. Solo quiero que se acabe, da lo mismo el resultado. Es entonces que me doy cuenta de lo que está corriendo mi compañero, ese que fue el primero en hablarme cuando llegué a la universidad, que se sabía mi nombre y yo ni por enterado quien era él. Me sacudí la mierda y traté de aportar, con más coraje que fútbol.
Pellizqué unos cuantos tobillos y me estiré buscando interceptar un pase pero ya no me daba el cuero, acabábamos de descontar tras un gol de él y pase mio. El Jhona me decía que quedaban diez, que aún se podía. Pero yo no me sentía en condiciones de hilar alguna prenda de maravilla europea, no metía ni un enganche corto, se me vino toda la paja acumulada encima, tanto no hacer nada en el día cobraba sus intereses y bueno, ahí estaba yo con el sudor frío y con las piernas en la mano.
Sale la pelota por la banda y es lateral, no me quedan opciones y el Martín se descuelga entre tres. Aparece como si nada tirando manotazos para plantarse firme y dispuesto. Gana la posición con oficio y me la toca de vuelta, de nuevo la responsabilidad y todo lo mencionado encima. Pero hoy no, hoy no me siento el mismo, sabía que no iba a entrar por mucho que quisiera. La pelota hoy no quiso nada conmigo, es lo lindo y lo trágico del amor, el teatro del fútbol, me ganó la ansiedad y el posible cumplimiento de la primera parte del sueño. Me siento y repaso todo lo que hice mal, todo, desde que entre a la cancha hasta que salí. El Nico me revuelve el pelo y ayuda a levantarme pero estoy ido, frustrado y enchuchado. El Martín sale callado, con la cara roja llena de furia y esfuerzo, le pega una patada a la reja mientras pasa y se mete al camarín. Se cambia de ropa y se va, sin decir nada. Fútbol conchetumadre, hasta la otra semana.